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Al final de la Misión, la Victoria

por W.H. Auden
Publicado en The New York Times Book Rewiew, el 22 de enero de 1956
Traducción: Daniel Pérez (Balsadera) - Noviembre 2003

“El Retorno del Rey”. Tercera parte de El Señor de los Anillos. Por J.R.R.Tolkien. 416 páginas. Boston: Houghton Mifflin Company 5$

En “El Retorno del Rey”, Frodo Bolsón completa su Misión (Quest), el reino de Sauron finaliza para siempre, la Tercera Edad acaba y la trilogía de J.R.R.Tolkien El Señor de los Anillos se completa. Apenas recuerdo un libro sobre el que haya tenido tal cantidad de argumentos extremos. Nadie parece tener una opinión moderada: o hay gente, como yo mismo, que la encuentran una obra maestra de su género o los hay que no pueden soportarlo, y entre los hostiles hay algunos, debo confesarlo, por cuyo juicio literario siento gran respeto. Unos pocos de ellos pueden haber desistido debido a las primeras cuarenta páginas del primer capítulo del primer volumen en el que se describe la vida diaria de los hobbits; eso es comedia ligera y la comedia ligera no es el punto fuerte del señor Tolkien. En la mayoría de los casos, sin embargo, la objeción va más lejos. Solo puedo suponer que alguna gente censura las Aventuras Heroicas (Heroic Quests) y los Mundos Imaginarios por principio; sienten que tales cosas no pueden ser sino una ligera lectura “escapista”. Que un hombre como el señor Tolkien, el filólogo ingles que enseña en Oxford, deba malgastar tal increíble cantidad de trabajo sobre un género que es, para ellos, insignificante por definición, resulta, por tanto, muy chocante.

La dificultad para presentar un cuadro completo de la realidad reside en el abismo que se abre entre lo subjetivamente real, la experiencia de un hombre de su propia existencia, y lo objetivamente real, su experiencia de las vidas de otros y del mundo que le rodea. La vida, como yo la experimento en mi propia persona, es primordialmente una continua sucesión de elecciones entre alternativas, realizadas para un propósito a corto o largo plazo; las acciones que llevo a cabo, se dice, son menos importantes para mi que los conflictos de motivos, tentaciones, y dudas en los que se originan. Además, mi experiencia subjetiva del tiempo no es la de un movimiento cíclico que ocurre fuera de mi, sino una historia irreversible de momentos únicos que suceden por causa de mis decisiones.

Para poner de modo objetivo esta experiencia, la representación natural es la de un viaje con un propósito, acosado por peligrosos riesgos y obstáculos, algunos simplemente difíciles, otros claramente hostiles. Pero cuando observo a mis compañeros de viaje, tal imagen parece falsa. Puedo ver, por ejemplo, que solo el rico y el ocioso pueden hacer viajes; la mayoría de la gente, la mayoría del tiempo, debe quedarse a trabajar en un sitio concreto.

No puedo observarlos elegir, solo ver las acciones que ellos toman y, si conozco a alguien bien, puedo normalmente predecir correctamente como actuará en una situación dada. Observo, también demasiado a menudo, a los hombres en conflicto unos con otros, guerras y odios, pero raramente, si no nunca, una clara división entre el Bien por un lado y el Mal por el otro, así como también observo que ambos lados normalmente lo describen como tal. Si entonces, intento describir lo que veo como si yo fuera una cámara impersonal debo producir no una Misión (Quest), sino un documento “naturalista”.

Ambos extremos, por supuesto, falsifican la vida. Hay Misiones medievales que merecen las criticas hechas por Erich Auerbach en su libro Mímesis:

“Lo que el mundo de la caballería justifica es un mundo de aventura. Este no solo contiene series de aventuras prácticamente ininterrumpidas; mas específicamente, no contiene nada sin los requisitos de la aventura... Excepto hechos de armas y amor, nada ocurre en el mundo cortés e incluso estos dos son de una clase especial: no son ocurrencias o emociones que puedan estar ausentes por un tiempo; están permanentemente conectadas con la persona del perfecto caballero, son parte de su definición, así que él no puede estar ni por un momento sin hechos de armas ni tampoco sin enredos amorosos... Sus hazañas son hechos de armas, no “guerra”, por ello son proezas realizadas fortuitamente que no encajan en ninguna pauta con propósitos políticos.”

Y aquí están los modernos thrillers en los que la identificación de héroe y villano con ideas políticas contemporáneas es deprimentemente obvia. Por otro lado, están las novelas naturalistas en las que los personajes son meros juguetes del Destino, o más bien, del autor quien, desde algún misterioso grado de libertad, contempla los trabajos del Destino.

Si, como yo creo, el señor Tolkien ha tenido éxito de manera más completa que cualquier escritor anterior en este género en el uso de las propiedades tradicionales de la Misión, el viaje heroico, el Tesoro Mágico (Numinous Object), el conflicto entre Bien y Mal, mientras al mismo tiempo satisface nuestro sentido de realidad histórica y social, debería ser posible mostrar como lo ha logrado. Para empezar, por lo que yo sé, ningún escritor anterior había creado un mundo imaginario y una historia inventada tan detalladas. En el momento en que el lector ha finalizado la trilogía, incluidos los apéndices del último volumen, sabe tanto acerca de la Tierra Media de Tolkien, su paisaje, su fauna y flora, sus gentes, sus lenguajes, su historia, sus hábitos culturales, como, fuera de su campo o especialidad, puede saber acerca del mundo actual.

El mundo del señor Tolkien puede no ser el mismo que el nuestro: aquel incluye, por ejemplo, a los elfos, seres que conocen el bien y el mal pero que no han caído, y, aunque no son físicamente indestructibles, no sufren muerte natural. Ésta es infligida por Sauron, un encarnación del mal absoluto, y criaturas como Ella-Laraña, la monstruosa araña, o los orcos, que son corruptos más allá de toda redención. Pero es un mundo con una ley inteligible, no mero deseo; nunca se viola el sentido de la credibilidad del lector.

Incluso el Anillo Único, el arma física y psicológicamente absoluta que corrompe sin remedio a quien se atreva a usarla, es una hipótesis perfectamente verosímil que hace que el deber de destruirlo sea lo que motive que la misión de Frodo siga lógicamente adelante.

Presentar el conflicto entre el Bien y el Mal como una guerra en la que el bando del bien sale finalmente victorioso es un asunto arduo. Nuestra experiencia histórica nos dice que el poder físico y, extendiéndonos más, el poder mental, son moralmente neutrales y efectivamente reales: las guerras son ganadas por el lado mas fuerte, sean justas o injustas. Al mismo tiempo la mayoría de nosotros cree que la esencia del Bien es el amor y la libertad así que el Bien no puede imponerse por sí mismo a la fuerza sin dejar de ser bueno.

Las batallas en el Apocalipsis y El Paraíso Perdido, por ejemplo, son difíciles de digerir a causa de dos nociones incompatibles de deidad, de un Dios de Amor que crea seres libres que pueden rechazar su amor y de un dios de absoluto Poder al que nada puede oponerse. El señor Tolkien no es un escritor tan grande como Milton, pero en este caso ha triunfado donde Milton fracasó. Como los lectores de los volúmenes anteriores recordarán, la situación en la Guerra del Anillo es la siguiente: la Oportunidad, o la Providencia, ha puesto el Anillo en manos de los representantes del Bien, Elrond, Gandalf, Aragorn. Usándolo podrían destruir a Sauron, la encarnación del mal, pero al coste de convertirse en su sucesor. Si Sauron recupera el Anillo, su victoria será inmediata y completa, pero incluso sin él su poder es más grande que cualquier otro que sus enemigos puedan traer contra él, así que a menos Frodo consiga destruir el Anillo, Sauron habrá vencido de todos modos.

El Mal entonces tiene todas las ventajas excepto una: es inferior en imaginación. El bien puede imaginar la posibilidad de volverse mal –y aquí está el rechazo de Gandalf y Aragorn a usar el Anillo- pero el Mal, provocativamente elegido, no puede imaginar nada por sí mismo. Sauron no puede imaginar ningún motivo excepto el anhelo por la dominación y el miedo así que, cuando ha comprendido que sus enemigos tienen el Anillo, el pensamiento de que ellos puedan intentar destruirlo nunca pasa por su cabeza, y su ojo se mantiene fijo sobre Gondor y alejado de Mordor y el Monte del Destino.

Más aun, su culto de poder se acompaña, como debe ser, por la cólera y el deseo de crueldad: aprendiendo del intento de Saruman de robar el anillo para sí mismo, Sauron está tan absorto en la ira que por dos cruciales días no presta atención a los informes sobre espías en las escaleras de Cirith Ungol, y cuando Pippin es lo suficientemente estúpido como para mirar en el Palantir de Orthanc, Sauron podría haber comprendido todo acerca de la Misión. Su deseo de capturar a Pippin y extraerle la verdad mediante tortura le hace perder esa preciosa oportunidad.

Las exigencias sobre la capacidad de un escritor en una épica tan larga como la de El Señor de los Anillos son enormes y se incrementan a medida que el relato progresa –las batallas tienen que ser más espectaculares, las situaciones mas críticas, las aventuras más estremecedoras- pero sólo puedo decir que el señor Tolkien ha probado estar a la altura de los requerimientos. De los apéndices los lectores entresacarán vislumbres de la Primera y la Segunda Edad. Las leyendas de estas, entiendo, ya están escritas y tengo la esperanza de que, tan pronto como los editores hayan visto El Señor de los Anillos en edición de bolsillo, no permitirán que el creciente ejército de fans del señor Tolkien espere demasiado tiempo.

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